El lado salvaje de la vida por Soleika Llop
Transitar por el lado salvaje de la vida (una expresión acuñada por el cantante Lou Reed) es a menudo lo que hacen quienes sostienen que no somos más que el fruto de una casualidad, de un caprichoso azar; quienes ignoran que la maquinaria cósmica, como cualquier otra, tiene sus normas de funcionamiento y sus leyes. Esta idea es tan sencilla, su lógica es tan aplastante, que con frecuencia no se repara en ella. Estas leyes, al no poder ser comprendidas en un principio por el hombre corriente, se manifestaron bajo el manto de la moral, ese concepto tan denostado, tan en desuso en los tiempos que corren. La Cábala nos enseña que todo aquello que, encontrándose en el interior, no es comprendido en su esencia, acaba siendo exteriorizado, con la salvedad de que en el primer caso gozamos de entera libertad para alcanzar la comprensión y en el segundo no. Al no ser conocida, la ley, siguiendo un proceso inexorable, salió pues al exterior en forma de imposición. Quienes ignoran los entresijos de este delicado proceso han interpretado, porque así se lo han hecho ver los doctores de la fe (quienes en su mayoría tampoco lo tienen muy claro) que el responsable de la coacción era un venerable y temible anciano todopoderoso. Un ser omnisciente y omnipotente que dedicaría sus horas libres a mirarnos por el rabillo del ojo y a repartir castigos a los malos y recompensas entre quienes acatan sus designios.
Una imagen infantil donde las haya pero que se ha impuesto urbi et orbe. Sin embargo, en unos momentos en que la humanidad se está acercando a su edad adulta, se impone una explicación menos pueril y más razonada. Es evidente, hasta los científicos lo están admitiendo (al menos los más avanzados) que tiene que existir una entidad directora, un gran Arquitecto en el origen de la epopeya humana. Tal vez sería más propio referirse a un cúmulo de energías lumínicas poseedoras de un vasto potencial. Un día decidieron ponerlo a prueba y lanzaron al torrente de la evolución unas chispas -llamadas por Max Heindel Espíritus Virginales- que se desprendieron de ellas, igual que se desprenden de una bengala en contacto con el fuego. Estas chispas divinas fueron reuniendo poco a poco los átomos sutiles necesarios para formar los distintos cuerpos. Podríamos compararlas con esas nubes que venden en las ferias, formadas por azúcar calentado en un tomo. Las chispas divinas, o Ego Superior, serían de alguna manera el palo de esas nubes, alrededor del cual se va constituyendo la golosina, o sea los distintos cuerpos: el mental, el emotivo y el físico con su apéndice etérico. A partir del momento en que cada Ego Superior se hace cargo de su vehículo, a cada "palo" (nunca mejor dicho) le toca aguantar su "vela". Es decir, que el Gran Arquitecto no guarda ningún vínculo con cada ser en particular porque bastante tiene ya con regir a nivel global los destinos del planeta. Lo mismo ocurre con el inventor de un aparato cualquiera; él sólo concibe el diseño, pero a partir del instante en que el aparato es fabricado y luego adquirido por un comprador, pasa a ser de la responsabilidad de éste último. Él es muy libre de respetar las normas de funcionamiento de la máquina o bien vulnerarlas, sólo que si lo hace, dejará de funcionar o creará problemas a su dueño. Pero estos problemas no afectarán para nada al inventor, quien tendrá la mente ocupada en la creación de nuevos artefactos.
Tal vez convenga pues alejarse de la idea de un patriarca que domina nuestras vidas desde lo alto para considerar la posibilidad de que este ente director se sitúe en nuestro interior; de que seamos piezas de un delicado engranaje, con sus normas de mantenimiento y de funcionamiento. En cierto modo, nuestros mecanismos internos son parecidos a los de esos juguetes mecánicos que necesitan para funcionar que se dé a determinado número de vueltas a una manecilla. Al soltar la manecilla, el muelle volverá de forma inexorable a su posición inicial, porque así está constituido. De igual modo, si circulamos en sentido contrario por una carretera, lo más probable es que provoquemos una colisión, por pura lógica. Las reglas morales fueron instituidas para que el hombre supiera distinguir cuales son, a nivel humano, esos sentidos contrarios o esos mecanismos de acción-reacción. En cuanto el hombre los descubre y aprende a respetarlos, se "come" la ley, la incorpora a su entidad humana y por tanto ya no necesita que nadie, llámese Iglesia, tutor, maestro, autoridad moral de cualquier índole, se la imponga desde fuera. Así es como se conquista la verdadera libertad, que substancialmente distinta de esa falsa libertad que uno enarbola cuando da libre curso al despliegue de sus instintos y deseos sin atenerse a ninguna norma. En efecto, se trata de una libertad ficticia porque nos lleva a transitar por el lado salvaje de la existencia, nos obliga a colisionar para darnos cuenta de que no vamos en el buen sentido, nos obliga a enfermar para tomar conciencia del mal uso que hacemos de nuestras energías, nos induce en definitiva a poner la mano en el fuego para cerciorarnos de que quema. Es una opción, pero las hay más interesantes y menos traumatizantes.
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