AMIGO
Francisco-Manuel Nacher López
Primer premio de periodismo 1.998 de la Real Sociedad Canina de España
Savia 11
De esto hace ya muchos años. Yo era estudiante de primer curso de Derecho y hacía poco que había llegado y me había instalado en un ático del viejo Madrid. De modo que, acostumbrado a vivir en mi ciudad natal, y sin amigos, me sentía a veces solo y trataba de compensar esa soledad con la oferta de compañía de alguno de mis condiscípulos.
Y ocurrió que, con motivo de no sé qué festividad, acepté la invitación de uno de ellos para pasar el correspondiente puente, con él y su familia, en Ávila. Temiéndome una avalancha o, incluso, el ''no hay billetes'', madrugué y me fui a la estación con mucho tiempo por delante. Curiosamente, no había cola, de modo que pronto me encontré con mi billete en la mano y más de una hora sin nada que hacer. Dado que llovía desde la noche anterior y yo había ya desayunado en casa, me arrebujé en uno de los bancos de la estación.
Estaba observando a la multitud que se apresuraba hacia los trenes, cuando vi avanzar a lo lejos, con paso rápido y el rabo entre las piernas, un perro color marrón, que iba olisqueando el suelo detrás de alguien. De momento, no le presté mayor atención y seguí estudiando a los que llegaban cargados de bultos y de ilusiones.
A poco, de nuevo el perro marrón cruzó mi campo visual, esta vez en sentido contrario. Aquello despertó mi curiosidad y me hizo fijarme en él. Era de tamaño mediano, seguramente cruce de dos o más razas. Tendría varios años. Se le veía nervioso, como con prisa; pero también con esperanza, pues no dejaba de buscar. Lo vi acercarse a un recién llegado y seguirlo hasta el tren; luego lo vi regresar sobre sus pasos hasta encontrar a una familia que entraba en la estación, a la que acompañó también... Pero siempre discretamente, sin molestar, en segundo plano. Ni el individuo ni la familia le hicieron el menor caso; se encaminaron a su tren, subieron a él y, sin siquiera fijarse en su espontáneo acompañante, lo dejaron allí, en medio de la gente, tremendamente solo. Pensé que habría venido con alguien y se habría extraviado. También pensé que, si yo fuera su dueño, lo llamaría, le silbaría, lo buscaría… al fin y al cabo, la estación no era tan grande.
Me distraje un momento contemplando a un grupo de estudiantes y, de repente, lo descubrí, sentado frente a mí.
He de reconocer que me sorprendió. No me esperaba una cosa así. ¿Por qué yo entre tantos centenares, quizá miles de personas? Pero era cierto. Estaba allí, delante de mí, sentado en el suelo, mirándome y moviendo la cola levemente, cada vez que yo hacía el menor gesto o movimiento.
Quise ignorarlo. Desvié de él mi vista. Pero una tentación irresistible me hizo volverlo a mirar. Y volví a ver sus ojos. Eran unos ojos tristes, suplicantes. No pude evitar el alargar la mano y hacerle una leve caricia en la cabeza. El perro, inmóvil, pareció disfrutar aquel instante como si de un éxtasis se tratase. Cuando dejé de acariciarlo, se levantó, avanzó un par de centímetros hacia mí y se volvió a sentar con su mirada suplicante fija en la mía.
En ese momento anunciaron por los altavoces que mi tren estaba formado y el andén en que se encontraba. Así que me levanté, me colgué al hombro la bolsa con mis cosas y me dirigí al andén. El perro me acompañó, en silencio y con la cabeza gacha, pegado a mi pierna izquierda.
He de reconocer que el asunto empezaba a preocuparme. Estaba claro que no podía llevármelo y, menos aún presentarme con él en casa de los padres de mi amigo. Así que, ante lo evidente, decidí seguir mi plan inicial, que no lo incluía en absoluto, y caminé decidido hacia mi vagón.
Llegados frente al estribo, lo miré. Y comprobé que él también me estaba mirando sin apartar su mirada de la mía. Yo, en cambio, hube de desviarla, quizás avergonzado en nombre de la Humanidad, por el trato que aquel ser indefenso y amoroso estaba recibiendo.
Entonces ocurrió lo inesperado, que acabó de inclinar la balanza a su favor: Se sentó muy cerca de mí, con la cabeza muy levantada para poderme mirar a los ojos y, con un dolor inmenso reflejado en ellos, levantó su mano derecha y me la tendió como diciéndome: ''Hubiéramos sido buenos compañeros; de aceptarme, me hubieras hecho feliz; pero comprendo tu postura y respeto tu libertad; así que, démonos la mano y adiós, amigo, ve a disfrutar de tu puente; yo, entretanto, seguiré buscando quien acepte mi compañía y mi cariño y mi fidelidad; no te preocupes; la vida es así y ya estoy acostumbrado''.
Algo se removió en mis adentros. Algo desconocido se apoderó de mí y no pude evitar agacharme y estrechar su mano en mi diestra. Estaba mojada, sucia y fría, y temblaba de emoción. Pero él se mantuvo firme, con una dignidad más que humana, sin reproches, tragándose su pena con elegancia. Lo miré a los ojos una vez más y vi en sus profundidades un amor y una abnegación desconocidos y una promesa de lealtad y de servicio y de comprensión como no he vuelto a ver jamás en otros ojos.
Al fin y al cabo, - pensé, derrotado pero con alivio - este puente en Ávila tampoco prometía ser ninguna gran cosa. Así que, solté su mano y acaricié su cabeza. Inmediatamente supo que me había conquistado. Se acercó hasta frotar su rostro contra mi pecho, me lamió la cara y comenzó a saltar y ladrar a mi alrededor, comunicando a todos nuestro pacto silencioso.
Nos fuimos a casa. Lo bañé, lo sequé, le di de comer y, aprovechando que había escampado, nos fuimos juntos al próximo parque. No podré expresar nunca suficientemente lo feliz que el perro se sentía ni lo dichoso que me hizo el verlo tan alegre, tras haberlo encontrado como la estampa viva de la soledad, la desolación y el abandono.
Como ignoraba su nombre, lo llamé ''Amigo''. A él pareció gustarle, y siempre respondió con alegría a esa llamada.
Algún tiempo después, mientras paseábamos por nuestro parque, Amigo se las arreglo para hacerme entablar conversación con una joven, propietaria de una hermosa caniche, y que acabó convirtiéndose en mi novia y, unos años después, en mi mujer.
Amigo vivió conmigo hasta que murió de viejo. Y siempre le agradecí su irrupción en mi vida. Porque, no sólo me adoptó, sino que me hizo comprender lo que son la verdadera amistad, el desprendimiento, la generosidad, la lealtad, el servicio desinteresado, la entrega y el amor que, tal como él me lo enseñó, no es más que dar sin esperar recibir, adelantarse a satisfacer al otro sin pensar en la recompensa ni esperarla ni solicitarla.
Realmente, Amigo fue esencial en mi vida, en mi maduración como hombre: Me enseñó a ser feliz por dentro, me ayudó a descubrir el secreto de la armonía interior y con el entorno, me acompañó en mis momentos de soledad, me hizo compañía las noches de estudio, siempre confió en mí y supo así darme confianza en mí mismo y, en el momento oportuno, me condujo a la que sería mi mujer, pero ya preparado para la convivencia y avezado en la comprensión, el sacrificio, la tolerancia y sabiendo compartir. Y, cuando me vio situado en la vida, cuando consideró que ya no me era necesario, me dejó con la misma dignidad y discreción con que me había buscado y encontrado: Una mañana, al levantarme, extrañado de no oírlo venir, ya que, al menor movimiento acudía a saludarme desde su lecho en la cocina, lo encontré en el suelo, junto a mi cama, muy cerca de mí, muerto. ¿Quiso decirme algo antes de irse, si es que aún no me lo había dicho todo? ¿Quiso estar a mi lado en el momento de su partida? ¿Quiso enseñarme que hemos de ser fieles hasta el final? No lo sé. Hubiera dado cualquier cosa por haber podido, en aquel último instante, tener su mano entre las mías y transmitirle de ese modo toda mi gratitud y todo mi cariño, pero no lo quiso así. Prefirió irse sin molestar, discretamente, dignamente. Como había vivido. En todo momento me dio mucho más de lo que yo le di.
Porque, si no hubiera sido por Amigo, yo hubiera pasado un intrascendente puente en Ávila y luego hubiera regresado a mi soledad. Y, si no hubiera sido por él, nunca hubiera conocido a la madre de mis hijos. ¡Gracias, Amigo!
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