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Un maestro insólito

  


Un maestro insólito

Francisco-Manuel Nacher López

Savia 10


 Se supone que los humanos somos superiores a los animales: los alimentamos, los adiestramos, los utilizamos, los explotamos, los devoramos, los mutamos genéticamente, los clonamos y, a veces, hasta los extinguimos.

    Sin embargo, hay un animal con el que nuestra relación ha sido y es muy especial. Me refiero, naturalmente, al perro.

    Porque al perro lo hemos introducido en nuestro hogar y hasta lo hemos convertido, muchas veces, en un miembro más de la familia. Por eso ha podido evolucionar mejor y parecerse, cada vez más, a los humanos. Ha sido, por así decirlo, el discípulo aventajado, modelado a nuestra imagen, de modo que nos comprende, interpreta nuestra mirada y nuestros gestos, adivina nuestros deseos y se esfuerza por obedecer nuestras órdenes.

    Pero hay excepciones muy significativas  que hacen pensar mucho. Y que trastocan los papeles, y nos convierten a nosotros en discípulos y a ellos en maestros.

    Hace unos años, me regalaron un cachorro de pastor alemán de sólo cinco días. Y mi mujer y yo, con los hijos ya en el colegio, volvimos a los biberones cada tres horas, los sueños interrumpidos y la preocupación por el estado digestivo, el frío y las vacunas.

    Le pusimos por nombre "Don", porque era una palabra corta y sonora. Aunque luego resultó ser el más apropiado, ya que siempre fue un verdadero "señor": nunca mordió a nadie ni lo intentó; jamás peleó con otros perros; creció con nuestros hijos y jugó con ellos como uno más (aún me parece oírles decir: "no, Don, tú a esto no juegas"); los cuidó y vigiló motu propio, y soportó todos sus abusos y los nuestros; nos amó a los cuatro hasta la exageración; nos hizo compañía siempre que la necesitamos; vio el mundo como un jardín encantado en el que todo era hermoso y todos eran buenos y acabó consiguiendo que nosotros lo viésemos también así; y se comportó siempre con delicadeza, con sensatez y hasta con elegancia.

    Por supuesto, podría contar de él mil anécdotas simpáticas, como el que, durante su niñez, fue el aprendiz de todos los artesanos (fontaneros, carpinteros, pintores, albañiles, etc.) que pasaron por casa, y manejó hábilmente sus herramientas, escondiéndolas en los sitios más inverosímiles; o que, como nunca lo quise atar y su agilidad le permitía saltar fácilmente la puerta del jardín, salió y entró cuando quiso y consideró toda la urbanización como su propia casa (vivimos en una calle en saco y nuestro chalet es el último del fondo) y a todos los vecinos como a sus amos, aunque distinguiéndonos siempre a mí y a los míos sobre todos ellos; o que, como consecuencia de su extrema simpatía, todos, incluso los poco amigos de los perros, lo quisieron y lo admitieron en sus casas y lo consideraron también como algo propio ("Don es distinto" - decían); o que, durante años, acompañó a los niños de la urbanización a sus colegios respectivos y fue a recogerlos, organizándose él mismo sus propios horarios para tales menesteres; o que, mientras ellos estaban en clase, dedicó un rato por la mañana y otro por la tarde a hacer compañía a una vecina, ya anciana, que vivía sola; o que, a pesar de estar todo el día en completa libertad, su momento más feliz se producía cuando yo llegaba del trabajo y tomaba la traílla para llevarlo a pasear pues, súbitamente, se transformaba y saltaba y corría y hacía mil gestos agradeciendo mi dedicación… Siempre fue la personificación de la delicadeza.

    Pero no le dedico estas líneas por ello, ni porque, además, siempre quiso a todos y obedeció a todos y respetó a todos, sino porque, aunque resulte extraño, de un modo muy sutil, se convirtió en mi maestro, mi verdadero maestro, en unas asignaturas que a los humanos nos resultan especialmente difíciles de aprender y, más aún, de poner en práctica, porque no tenemos a mano demasiados modelos que las encarnen. Me referiré sólo a dos entre las muchas virtudes que supo mostrarnos con la mayor naturalidad.

    La primera lección la impartió cuando aún era joven: Vinieron a un chalet próximo al nuestro unos amigos de los dueños, a pasar quince o veinte días, y trajeron consigo una perrita de la misma raza que Don. Y ocurrió que el animalito en cuestión tuvo entonces su primer celo, lo cual originó el que todos los perros vagabundos de la contornada (los de la urbanización no salían de sus casas) se agolparan a la puerta de su chalet, luchando entre ellos por los hipotéticos favores de la "doncella". Todos, menos Don que, desde que la vio llegar, en una emocionante encarnación del amor a primera vista, quedó perdidamente enamorado de ella y vivió su deslumbramiento con tal intensidad, tal dignidad y tal pureza que nos impresionó a todos. Y así, mientras los demás "pretendientes" se comportaban "perrunamente", él se situó sobre el capó de nuestro viejo "dos caballos", aparcado a la puerta del chalet en el que ella vivía y, desde allí, esperaba con ansiedad verla aparecer con la mirada fija en su jardín. Durante el tiempo que la perrita estuvo en nuestra vecindad, Don permaneció encaramado al coche las veinticuatro horas del día. Incluso mejoró su observatorio y acabó situándose sobre el techo de lona de nuestro vehículo. Y fueron tales su entrega y absorción que no se acordó de comer, ni de jugar ni de ninguna de sus obligaciones y hasta nos olvidó por completo. Todo su ser estaba concentrado en aquella criatura maravillosa que, inesperadamente, había irrumpido en su vida y le había hecho elevarse al séptimo cielo. Y, cuando la perrita se marchó, Don aún permaneció más de quince días subido en el techo del coche, hasta que éste se rompió. ¡Y nunca más, en toda su vida, se interesó por ninguna otra perra! Supo así darnos el ejemplo más hermoso de verdadero amor, de fidelidad, de entrega, de sublimación del sentimiento más maravilloso que existe, y que los hombres tan frecuentemente pisoteamos.

    La segunda enseñanza la encarnó a lo largo de toda su vida: cuando, siendo aún un cachorro, comencé a enseñarle las consabidas habilidades de "dame la mano", "esa no, la otra", "siéntate", "échate", "levántate", "quédate aquí", etc. y a no comer de la mano derecha, a no ensuciar con las patas, a llevar el periódico o a buscar y traer cualquier objeto, cuando, a veces, no se centraba lo suficiente en la enseñanza y cometía un error, yo le daba un suave papirotazo en el hocico, como reconvención.

Pues bien, siempre, tras recibirlo, su primera reacción fue la de lamer la mano que le había castigado, sin manifestar jamás miedo, ni sumisión, ni humillación, ni disgusto, ni enfado, sino una enorme serenidad. Pero, indefectiblemente, cada vez que recibió un castigo, lamió mi mano.

    Supo, además, ser un maestro consumado. Porque, si lo hubiera hecho una o dos veces, yo no me hubiese percatado de ello. Pero insistió, insistió tanto, con su mirada clara puesta en la mía y tan llena de serenidad y de agradecimiento por mi compañía, mis cuidados y mi dedicación a su enseñanza, que consiguió hacerme pensar.

    Y pensé. Ya lo creo. Y comprendí cuán acertada y cuán profunda y verdadera y fructífera era la enseñanza que intentaba transmitirme: La de devolver bien por mal.

    De esta manera, pues, mi perro me hizo madurar por dentro.

Porque, aprendidas sus lecciones, cuando he sabido de problemas conyugales o de pareja, o he conocido de desamores o infidelidades, no he podido evitar el pensar en Don, separado de los demás perros (guiados exclusivamente por el deseo), aislado en su pedestal y manteniendo su amor puro, impoluto, intacto e íntegro para la dama de sus sueños.

Y, cuando he tenido la tentación, en medio de los avatares de la vida, de reaccionar violentamente ante cualquier violencia, su imagen lamiendo mi mano ha aparecido en la pantalla de mi mente y, siguiendo su ejemplo, mordiéndome los puños del alma, he tratado de devolver bien por mal.

    ¡Y cómo funciona su enseñanza! Cuesta, pero funciona. Y acaba convirtiéndose en un hábito maravilloso que produce tal felicidad, tal ligereza interna, tal euforia espiritual, que sólo entonces se puede comprender el origen de la luminosidad de aquella su mirada, sin rastro de doblez, sin segundas intenciones, sin pizca de egoísmo, con entrega absoluta, en amistad perfecta, en confianza sin límites, en verdadera comunión espiritual.

    Así fue cómo me convertí en discípulo de mi perro, que supo mantenerse en su papel hasta que aprendí sus lecciones. Luego, hace un año, tras doce de convivencia fructífera y feliz, desapareció un día misteriosamente para no volver más, haciendo inútiles nuestras pesquisas de meses y dejando en nuestros corazones un vacío que ya no hemos podido volver a llenar.

    ¿Consideró cumplida su misión para con nosotros y se fue a desarrollarla en otro lugar? Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que su amistad y su compañía y, sobre todo, su ejemplo, nos hicieron mejores. ¡Gracias, Don, estés donde estés!


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